martes, 24 de abril de 2012


Moverse excluye la paz, la tranquilidad, la seguridad. Cuanto está en movimiento corre algún peligro. La paz, como cuanto sabemos los humanos, no es más que un concepto relativo, una tendencia definible, pero inalcanzable.

Este asunto de vivir es una residencia en el colegio mayor de la frontera de todas las dudas, las provisionalidades, un lugar en el tiempo, donde todo está siempre cambiando, más o menos perceptiblemente.

Es lo que tiene el tiempo, que lo diferencia de la eternidad. El tiempo se escapa sin cesar, la eternidad no tiene antes ni después, es siempre lo que llamamos ahora, que no existe, puesto que al acabar de decir la palabra, ahora ya es otros ahora fugaz, que tampoco da tiempo a decirlo.

El tiempo, que ha hechizado a tantos filósofos y tantos pensadores, incluso desconcierta a la gente como usted y yo, que ni filósofos ni pensadores, carece de forma y las tiene todas. Gira, de improviso, en cualquier dirección. Pienso que hay ocasiones en que, como en aquella comedia de Priestley –otro autor hechizado por el tiempo- se equivoca al coger los rollos de la película y pone el de mañana antes que el de ayer. La comedia era, a pesar de todo, inteligible. Cosa que podría ser prueba de que el tiempo a veces mueve su inexistente forma al revés y se produce el desenlace antes de preceder la trama.

Ahora mismo, estos días, es evidente que estamos disfrutando de los rigores que deberían haberse producido durante el invierno pasado, y no ahora, casi en mayo.

Leo, divertido, la última novela de Eduardo Mendoza, la del asunto de la bolsa o la vida, pero ahora la diversión viene impregnada de tristezas porque las cosas que pasan son divertidamente tremendas y hay una constante transgresión del sentido común, que sobrevive retorciéndose sobre sí mismo y saliendo de cauce. Como cuando el viejo chino sabio del relato corrige a Confucio para dar salida a la confusa complicación de vivir tanto trastrueque de las cosas que pasan y los conceptos que se pulverizan y reconstruyen clonando objetos para multiplicar lo efímero del disfrute de su precaria consistencia y pasajero valor estético.

Rebusco y releo fragmentos de las memorias de Boadella y de Steiner, ambos personajes transitivos y sensibles, pero ¡con qué recuerdos tan diferentes de su paso por el mismo valle de lágrimas que es el mundo. ¿Es cada estadio cultural de una parte del mundo, otro mundo? ¿Somos nosotros los alienígenas de nuestros semejantes con que lindamos o con que coincidimos en el tiempo y en el espacio?

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