Cuando fuimos chavalería, nos contaban sus añoranzas los mayores hablándonos de cómo había sido todo “antes de le guerra”, y crecimos, y llegaron otros a mayores y nos contaban y no acababan de “cuando la guerra”, y por fin, cuando estábamos a punto de madurez, nos explicaron que todo era así porque era y estábamos “después de la guerra”.
La guerra fue para nosotros una referencia, un punto de mira, una perspectiva, una realidad, que nos absorbió y condicionó a todos de manera decisiva.
Ya no se habla de la guerra. Se cita como punto de apoyo para mover a sentimientos anacrónicos que permanecen de lo que fueron pasiones desatadas.
Se olvidan las miserias, el apasionado terror, la sangre, el sudor y las lágrimas que recitó aquel inglés, de que decían que era insoportable, pero recio y oportuno, cuando, como ahora mismo, el mundo estuvo otra vez a punto de ahogarse en palabras.
Las palabras acabarán con nosotros cualquier día.
Son armas mucho más peligrosas que esas que llaman de destrucción masiva, y nadie sabe con exactitud cómo ni quién las maneja en origen y distribuye entre tantos como las malbaratan ni dónde están los arsenales secretos de las consignas que las inspiran, los acuíferos de que brota su alfaguara.
Parece imposible trasmitir experiencia. Puede que cada generación necesite fabricarse la suya y que no se pueda salvarla. Vuelvo a mi cita preferida de Charles Morgan, que más o menos refería que ni se podía salvar a un hombre de genio ni a una mujer hermosa porque ambos son como un velero desgobernado a que marea y vientos arrastran contra un acantilado desde que un espectador los contempla sin posibilidad de intervención ni ayuda. Las palabras, oportunamente dichas, pueden destruir, asolar.
Las palabras pueden matarte de dolor o de placer. Si; el placer también mata. Puede vaciarte de ilusión, hacerte creer que ya llegaste a donde ibas, cosa que nunca es cierta, y convertirte en árbol ya inmóvil entre el viento o en peñasco que bate la mar.
Cada día, en algún rincón de algún periódico, hay alguna terrible palabra, agazapada, al acecho, que podría matarte sin dejar el menor rastro. Y lo peor de todo el asunto es que quien la escribió, estoy casi seguro de que lo hizo sin mala intención. Recuerdo una vez, hace muchos años, que se juzgaba a un extraño, solitario, pensativo muchacho a quien había denunciado la Guardia civil porque lo había encontrado en lo alto de una ladera, haciendo rodar grandes piedras que caían a una carretera por fortuna poco transitada. ¿Por qué?, le preguntó intrigado el juez. Por lo guapo que era ver –contestó el zagal con evidente entusiasmo- cómo saltaban las más grandes y arrastraban a las otras monte abajo.
La guerra fue para nosotros una referencia, un punto de mira, una perspectiva, una realidad, que nos absorbió y condicionó a todos de manera decisiva.
Ya no se habla de la guerra. Se cita como punto de apoyo para mover a sentimientos anacrónicos que permanecen de lo que fueron pasiones desatadas.
Se olvidan las miserias, el apasionado terror, la sangre, el sudor y las lágrimas que recitó aquel inglés, de que decían que era insoportable, pero recio y oportuno, cuando, como ahora mismo, el mundo estuvo otra vez a punto de ahogarse en palabras.
Las palabras acabarán con nosotros cualquier día.
Son armas mucho más peligrosas que esas que llaman de destrucción masiva, y nadie sabe con exactitud cómo ni quién las maneja en origen y distribuye entre tantos como las malbaratan ni dónde están los arsenales secretos de las consignas que las inspiran, los acuíferos de que brota su alfaguara.
Parece imposible trasmitir experiencia. Puede que cada generación necesite fabricarse la suya y que no se pueda salvarla. Vuelvo a mi cita preferida de Charles Morgan, que más o menos refería que ni se podía salvar a un hombre de genio ni a una mujer hermosa porque ambos son como un velero desgobernado a que marea y vientos arrastran contra un acantilado desde que un espectador los contempla sin posibilidad de intervención ni ayuda. Las palabras, oportunamente dichas, pueden destruir, asolar.
Las palabras pueden matarte de dolor o de placer. Si; el placer también mata. Puede vaciarte de ilusión, hacerte creer que ya llegaste a donde ibas, cosa que nunca es cierta, y convertirte en árbol ya inmóvil entre el viento o en peñasco que bate la mar.
Cada día, en algún rincón de algún periódico, hay alguna terrible palabra, agazapada, al acecho, que podría matarte sin dejar el menor rastro. Y lo peor de todo el asunto es que quien la escribió, estoy casi seguro de que lo hizo sin mala intención. Recuerdo una vez, hace muchos años, que se juzgaba a un extraño, solitario, pensativo muchacho a quien había denunciado la Guardia civil porque lo había encontrado en lo alto de una ladera, haciendo rodar grandes piedras que caían a una carretera por fortuna poco transitada. ¿Por qué?, le preguntó intrigado el juez. Por lo guapo que era ver –contestó el zagal con evidente entusiasmo- cómo saltaban las más grandes y arrastraban a las otras monte abajo.
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