Creamos a veces un mundo en el entresueño. Pienso que lo hacemos con teselas de recuerdos y calidades y cualidades que atribuimos a unos personajes, en parte como fueron otros que conocimos y en parte como nos gustaría que llegaran a ser o hubieran sido.
Es un mundo en que la gente se mueve, entrecruza, habla, se relaciona.
Los personajes, todos ficticios, en un momento dado, se ponen a pensar por su cuenta, sacan conclusiones diferentes de las nuestras, se nos enfrentan, discuten.
En un parpadeo, volvemos a la realidad, en el sillón de mimbre, junto a la ventana, con el paisaje habitual de más allá por delante. Enciendo el mac y lo cuento. El ordenador es como aquellas viejas pizarras de cuando la escuela primaria, con su piedra enmarcada en madera y el pizarrín colgando, atado a un cordel, de un agujero de la madera del marco. A veces, el pizarrín arrancaba un sonido que producía dentera, un chirrido que solía provocar las iras de la maestra, sobre todo si era maestra. Los hombres, que antes se decía que no lloraban, siempre parecieron más duros para estos trances.
La modernidad, es decir, la tecnología desalada de los últimos cincuenta años, ha mecanizado lo que antes se hacía a trancas y barrancas. Ahora, el trapo mojado de borrar tu pequeña pizarra para hacer la siguiente operación aritmética o un breve dictado, se sustituyó por la tecla de borrar, o por la de seleccionar todo, copiar y pegar más allá. Llevo las palabras como un cesto de cerezas y las desparramo en el blog. Ir al blog, dice el letrerito, y allí están, como en un friso que hay quien lee al pasar, que gracias, mire, en realidad está escrito esto a la buena de Dios. No está escrito pensando en quien pueda leer, sino que vaga, como el agua en un meandro, ya casi en el delta de la desembocadura. Escrito según viene a la cabeza supongo que un carrito de la compra llenado al azar, que conduce con desgana el subconsciente.
Pero volvamos a los personajes del principio, que destruí porque me discutían no recuerdo qué bobada que el amor propio, ese ego disparatadamente intransigente, me había convertido en supuesto principio indeclinable. Demuestran que no hay posibilidad de inventar un mundo feliz. De lo que deduzco que habrá que conformarse con que la gente sea como es y pedirle sólo que nos trate como dicen que hay que hacer con los maníacos, a los que de lo que debe huirse es de plantearles cuestiones o entablar conversaciones relacionadas con su manía. Cada persona con que me relaciono, en efecto, por antipática que sea, creo que siempre tiene otra cara mucho más simpática y benevolente. Y supongo que eso me pasará a mí, cuando tengo que relacionarme con alguien a que por este lado resulto insoportable. A lo mejor coincidimos alegremente en ser partidarios del Barça, o en que nos guste el mundo de El Bosco, inspirador de una parte del título del blog.
El mundo plural, o los varios mundos de El Bosco, me hechizan y deslumbran, porque si te detienes ante el tríptico del Paraíso y entras por lo menos visualmente en él y entablas el correspondiente diálogo visual, da la sensación, a mí me la da al menos, de que contiene el germen de todos los estilos pictóricos de la historia de la pintura, incluidos algunos que todavía no ha usado nadie, pero algún día es evidente que lo hará. No me extraña que, como dicen, Felipe II se asustara ante los cuadros de este extraño flamenco. Felipe II, como la mayor parte de los hijos de personajes tan deslumbrantes como el emperador su padre, era a la vez tétrico, autoritario, desmedido, apasionado y sobre todo sensible. Seguro que temía la soledad y padeció infantiles terrores nocturnos, que le inspiraron la geométrica soledad esotérica de El Escorial, esa oración de piedra musitada en el árido pedregal de las estribaciones de la sierra. Un lugar gigantesco y mínimo a la vez, para refugiar la plegaria de un alma atormentada por el peso de responsabilidades demasiado grandes.
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