jueves, 12 de abril de 2012

He aprendido la lección de la pereza.

Los viejos, a fuerza de tener dificultades, primero, para correr, después, casi en seguida o en cualquier caso, demasiado pronto para nuestro gusto, también para andar, aprendemos a movernos con lentitud.

La lentitud desemboca en pereza.

Se recupera aquello de repensar las cosas antes de hacerlas. Y se acaba, desde luego, lo de hacer maquinalmente la mayor parte de los movimientos del día.

Viendo, somos, de adultos, ciegos, en cuanto nos movemos sin mirar, simplemente viendo, alargando las manos, sin pensar, para realizar una parte importante de nuestras acciones del día.

Ahora, la lentitud, da tiempo a pensar en lo que se está haciendo.

Una especie de segunda vida, automática, funciona, subconsciente, por debajo de la vida real. Coges, por ejemplo, un teléfono, cuando llama, sin darte cuenta de que acabas de alargar la mano para acercar el aparato al oído y la boca. Hasta que eres viejo y recorres conscientemente toda la secuencia de volverte, alargar la mano, coger el chisme, apretar botones y por fin, escuchar cómo casi siempre pretenden venderte algo.

Pero a lo que iba. De ahí a poco, das en descubrir que la pereza ha sustituido a la lentitud. Te llega a emperezar levantarte, acercarte a la puerta de la calle … Y no te digo, animarte a salir. La perra, cuando viene, no comprende estas curiosas dilaciones de anciano.

Lo digo al hilo de que esta tarde he de ir a la capital pequeña y estoy embozado de pereza. Ni que decir tiene que a la capital grande ya no es que me de pereza, es que me niego a ir. Y eso me lleva a la curiosidad afanosa de la primera vez, allá a fines de los años cuarenta, cuando fui por primera vez, en tren. Iban los trenes abarrotados, con la gente apiñada en los pasillos. Dos máquinas de vapor, arrastraban penosamente una ringla demasiado larga de ténder y vagones con las ventanillas rotas, de tal modo que al pasar, Pajares arriba, por el túnel de La Perruca, se llenaba todo de carbonilla, la respirabas y luego estabas sacando hollín de la nariz durante varios días. Ibamos, sin embargo, con nuestras cartillas de racionamiento a cuestas, a conquistar la capital grande y el mundo. Lo que se habrían reido, si pudieran reírse, ambos, la capital grande y el mundo, viéndonos llegar, con el pelo de la dehesa evidenciando nuestra condición de adolescentes rurales, flacos, asustados, pero convencidos de que estábamos en el camino de la tierra prometida.

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