viernes, 1 de febrero de 2008

Navego entre un mar de libros. Ya no bajamos a las viejas librerías polvorientas donde encontrar un libro tenía algo de hallazgo de tesoro y teníamos, porque éramos tan jóvenes, que recontar el dinero y comprobar que nos daba para comprarlo. Ahora, los libros se amontonan iluminados implacablemente, bajo unos letreros indicadores de su especie: novedades, ocasión, bolsillo, policíacas, novela histórica, y de pronto, como especialidad, best seller. En un anaquel especial, del uno al quince, “los más vendidos”. Sobre una mesa “los últimos sudamericanos” y en otra “negra extranjera”, NO sé por qué le han puesto el mote de “negra” a la novela policíaca. Echo de menos a mis libreros antañones, que alguno, de joven yo, hasta me fiaba con singular temeridad que podría haber defraudado. Y a aquellos editores de los años difíciles por escasez inconcebible de lectores y de dinero, que a pesar de todo se atrevían a proporcionarnos el deleite de unas cuidadas ediciones en que trabamos conocimiento con Woodehouse, Charles Morgan, J.B. Priestley, Chesterton, Wells, y en seguida, Faulkner. Ya no hay libros que hallar como tesoros. Casi todos, transcurrido poco tiempo, se convierten en basura y desaparecen. Te mira la señorita del gran almacén, abre mucho los ojos, consulta su pantalla del ordenador y sonríe: “descatalogado”.

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