sábado, 16 de febrero de 2008

Vuelve a la carga Sánchez Dragó, que es como un otero en mitad de una llanura, palomera de todos los vientos, que se le arremolinan en la cabeza como si no hubiese crecido y me recuerda a nosotros mismos, mi generación, que como nuestros hermanos mayores habían librado una guerra, nos llenamos, a la salida, de hermosos ideales y maravillosos propósitos con que no sólo íbamos a cambiar, sino que mejoraríamos sin ningún asomo de duda el mundo y lo convertiríamos … ¿en qué? ¿tal vez en un lugar inhabitable? Cuenta lo de que solemos, los españoles, ser los que peor hablamos de España. Finge ignorar que España es variopinta, múltiple, mestiza, y, como tal, indestructible en su frágil multiplicidad de aparentes incompatibilidades, que lo cierto es que somos realidades complementarias. No lo entienden, nuestros políticos, y así les van las cosas. Ni somos nadie sin el vecino, ni sin el contradictor, con el que equilibramos la balanza de este ser sin ser del todo que nos caracteriza y a veces enfrenta, con gran sorpresa de amigos y enemigos. Acaba por amenazar con irse, tras de haber descubierto la tentadora perspectiva del Tao, que no tiene más defecto que el de ser antitética con la dinámica indispensable para la vida: lo ideal sería no hacer, pero hacer es indispensable para vivir. Con lo que el Tao podría ser la muerte, pero ¿quién te garantiza que la muerte no acelera la vida? El problema de Sánchez Dragó está un paso por delante de su tentación de escepticismo, cuando Ulises, que ya ha huído, tras de engañar a Polifemo, descubre que continúa siendo, y lo de Nemo fue una añagaza imposible, que por eso engañó con su originalidad al Cíclope. ¿O será que Fernando Sánchez Dragó nos estará considerando cíclopes a sus contemporáneos?

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