Salgo, es domingo, con mi buen amigo Bond, que aún cojea a veces, como si recordara de cuando le dolía, y, como es domingo, ambos hacemos un poco de ejercicio para viejos, damos el paseo largo, recorremos ambas márgenes del río, baja él, a husmear, rampa abajo, espanta, alegre, a los patos y del otro lado del puente encontramos a otro amigo, mío éste, no de Bond, que cuando ya ha reconocido la esquina, levantado la pata y marcado su paso, tironea del hilo que lo sujeta por el arnés. Mi amigo comenta que hace frío y que el dinero no importa. Claro, le contesto, deja de importar cuando sobra, y, si no eres demasiado ambicioso, en cuanto basta, pero ¡hay que ver cómo se echa de menos cuando falta!, cuando no llega y no hay manera de suplirlo. En la panadería, visita tan habitual como la del quiosco de los periódicos, se queja un marido de que su mujer le tasa la ración para que no engorde.
-¿Lo veis? –nos pregunta al panadero y a mí, que estoy pendiente de que Bond no salga a media calle siguiendo un enigmático rastro de probable semejante en celo-, un solo bollo. ¿Os parece –gime- bastante un solo bollo para todo el día y para un hombre como yo?
-Compra tres –le sugiero- y unas lonchas de jamón y vete muy despacio, comiendo dos bocadillos, camino de casa.
Se le ilumina la expresión.
A uno no le preocupa el dinero y a otro lo que lo preocupa es que no le dejen invertir en pan y comérselo. ¿Será Bond, por lo menos, feliz? Diría que no. Pienso que le gustaría que saliésemos, pero que lo soltara e ir por delante, cruza aquí, remolonea allá, a su aire, mirando de reojo de vez en cuando, para comprobar que no estoy demasiado lejos. Pero hay demasiados coches, incluso hoy domingo, que todavía no salieron todos, y tiene que conformarse.
Hay una nube alta, que hace de sombrilla, y alrededor tiene un anillo azul impregnado de luz. Antes de entrar en casa, Bond levanta el hocico y olisquéa, no sé si la inminencia del carnaval o la de la lluvia.
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