lunes, 25 de febrero de 2008

Recorro parte, una parte muy pequeña, del mundo, y cuando llego, estoy allí, esperándome. Me encuentro, por la mañana, a cualquier hora que me levante, agazapado en el espejo del hotel, mirándome fijamente, diría que escrutándome y descubriendo con asombro que soy yo, el mismo del espejo de casa, me vuelvo a otro espejo y sigo allí, acompañándome como mis sombra, como la ya larga estela de mis hechos desde que nací, de mis actos desde que tuve uso de razón. Afuera, conmigo pero afuera, está todo lo demás, pero heme aquí, aparentemente de una pieza y sin embargo parcela de todo eso que aparentemente no me atañe. Si el hotel se viene abajo, por ejemplo, o hay un terremoto que asole la ciudad, o un grupo de asesinos pone una bomba, este castillo aparentemente cerrado en que consisto, se derrumbará, destruirá y en seguida, salvo para unos pocos que me recordarán apenas, si acaso en momentos, y eso mientras ellos mismos vivan o conserven la razón, y luego sería como si no hubiera existido, salvo incluso en el número de los no sé cuántos millones de habitantes que tenía el mundo este año, es decir, aquél. Entre todos esos millones, una brizna de hierba del prado, una hoja del follaje, ni siquiera del árbol, sino de la selva. Ese habré sido. Y sin embargo, si no estuviese ahora mismo mirándome en este espejo, la creación y el universo estarían incompletos, porque yo ya estaba, estoy en el plan inicial, igual de necesario que la revolución francesa o la torre Eiffel o el río Amazonas, o incluso el Nilo.

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