-¿Qué has estado haciendo desde el martes?
-Me fui a la capital, hacía calor de primavera y por primera vez en muchos años, en un viñedo, vi trabajando a una pequeña multitud de unas diez a quince personas. También, con cierta aprensión, que le están poniendo al puente, uno de los más altos y largos, unos tirantes sobre que sacarán unas aletas para ensancharlo. Y vi cigüeñas. Unas volaban, otras, desde lo lato de las torres de las conducciones de alta tensión, señalaban, sin darle importancia, no sé qué punto cardinal, con la longitud afilada de su pico.
Trabajo, papeles, ese sueño desapacible de cualquier noche de hotel, durante que sabes, pero se te olvida, que no estás en tu cama, y duermes, pero consciente de que no es un sueño dormido en territorio habitual, con los rutinarios sonidos de otras noches en torno.
Más trabajo, más papeles, y de nuevo camino de casa, ahora con la insólita concurrencia de una lluvia paciente a veces, otras apresurada, como con prisa por acabar de llover e irse. Lluvia y noche se conjugan como si la parte más alta de la oscuridad se estuviera licuando y nadie puede asegurar que no sea así y mañana los ríos bajarán oscuros, como los ríos de las viejas cuencas carboneras, con las entrañas vacías de truchas, de algún modo amenazadores como lo es siempre lo que tira a negro, como aire de noche, que hasta puede dar miedo respirarlo.
Y hoy, que ya es jueves, con los papeles a cuestas y el trabajo hecho, a la otra ciudad más pequeña, a consolarnos entre libros amigos y la confortable sensación que produce que incluso los que discuten contigo, en este caso conmigo, son casi todos conocidos, y no como ayer, cuando iba por la calle y todas las caras pasaban y pasaban, cada una con su expresión y su palabra, acaso, recién dicha, o pendiente, o ya quemándole en la boca, y pude volver a experimentar esa sensación de la paradójica soledad de en medio de una multitud de desconocidos.
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