Quitan, podan, desmochan, los árboles, que molestan a los vecinos con la hoja, la sombra, la pinocha, las sámaras, el olor de azahar, que haya flores en la ciudad, y alcorques, para que levanten la pata los perros, pero, eso sí, después se apuntan a defender las focas, las ballenas y poner coto a la deforestación y no sé cuántas apuntaderas más, que están de moda por la cosa del cambio de clima, que por otra parte les importa un pito, con tal de quemar y circular en coche por el mundo e ir ensuciando porque los que tienen que mantener el habitat son otros, unos otros misteriosos, ellos, a quienes al parecer conciernen todos los deberes para que a nosotros, los buenos de la fábula, se nos reconozcan todos los derechos.
Quedan ciudades pequeñas, silenciosas, lentas, alrededor de que aún pueden fotografiarse paisajes sin moles de cemento ni entrecruzado de cables, pero sus habitantes están muy tristes, ambicionan, querrían atajar a parecerse a esos monstruos de más de veinte millones de habitantes y miles de barrios y barriadas, que son como pueblos del primero al quinto mundo, donde ya no hay derechos y priva y manda el instinto de supervivencia, que te falla y estás más muerto que Carracuca.
Y es que nadie está contento con la suerte o el infortunio que le ha correspondido, salvo, suponía, esos algunos que nacen con su privilegio en el pico, como quien trae un ramo de olivo, pero me han dicho últimamente que ni siquiera esos están contentos.
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