lunes, 4 de febrero de 2008

Hay casi siempre, yo diría que siempre, tras de un acontecimiento tan extraordinario como son todos los que se salen de la rutina nuestra de cada día, quienes escriben a su respecto, cuentas lo ocurrido según las consecuencias inmediatas, las que directamente afectaron al narrador. Y si el acontecimiento fue importante y lo cuentan muchos, habrá multitud de versiones, que todas serán las respectivas verdades subjetivas, que, por comparación, por muy ciertas que sean, parecerán todas mentiras. Luego vendrá la segunda tanda de narraciones, casi siempre interesada, que habrá recopilado aprisa y corriendo algunos datos, y, con presunción de objetividad, volverá a equivocar, concedo que hasta de buena fe, a sus oyentes. Y sólo al correr de mucho tiempo, tras de muchos estudios y lecturas y una paciente recopìlación de datos, aparecerán los primeros relatos aproximados por fin a la realidad sin adjetivar por el historiador.

El hasta ahora último premio Goncourt me parece, habiendo leído, advierto, nada más que dos capítulos, que es un ejemplo de lo que digo, con su desapasionada relación de las atrocidades que compusieron la segunda gran guerra mundial del siglo XX, librada una vez más sobre los campos empapados de sangre de Europa, y, como novedad, isla por isla de muchas de las del océano paradójicamente llamado Pacífico.

Cierro el libro y me quedo pensando una vez más, preguntándome quién es culpable de que personas que individualmente se recibirían y relacionarían en casi cualquier circunstancia con respetuosa y hasta amable cortesía, de pronto, odiándose, arremetan unas contra otras con ese afán de exterminio que caracteriza a las guerras.

Hay, sospecho, quienes como esos capos de los cárteles que reparten drogadicción por el mundo, deciden repartir la letal droga de las palabras envenenadas que inficionan de odio o de rencor, de ambición o de envidia, de desesperanza y desamor. Las palabras no tienen la culpa, son como armas o como herramientas, por sí mismas inertes. Es la mala intención de quienes hasta paradójicamente cabe decir que haciéndolo de buena fe, las envenenan, la que cuenta. Cuando baja la marea, sus nombres quedan escritos sobre la arena húmeda, que al subir borra de nuevo la mar para que todo vuelva a ser posible. Creo que fue Brecht quien con la mayor desesperación escribió aquello de que no debería regocijarnos la muerte de cualquier tirano, cuando la perra que lo parió estuviese de nuevo en celo.

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