martes, 5 de febrero de 2008

Un ser humano puede convertirse en herramienta de matar y utilizará entonces su razón para hacerlo lo más eficazmente posible, es decir, del modo más “racional”. Lo va contando este libro fascinante, espantoso, que desde anteayer vengo leyendo. Pasa en la guerra. ¿Una patología sólo posible previas determinadas condiciones, una, digamos predisposición genética? ¿Dónde empieza y acaba lo que en última instancia somos, despojados de todos los ingredientes que nos disfrazan hasta tal punto que nos resulta difícil conocernos a nosotros mismos? Incluso la sabiduría popular de Sancho nos avisa: “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”. Asusta descubrir esta hondura en el fondo de que hay una pizca de lo que nos caracteriza y diferencia de cualquier otro individuo, como una huella dactilar, un peculiar escorzo de la arquitectura genética o las rayas de las cebras, que me he enterado hace poco que son todas diferentes, según el individuo de cada manada. Y no poder, o no saber, o no atreverse a hundir la curiosidad hacia dentro, ávidos de reencontrarnos y de reconocernos, y menos cuando ya estamos avisados de que cabe la posibilidad de que nos encontremos con nosotros mismos y pasemos de largo, sin conocernos. ¿Cómo, si no me conozco, podría reafirmarme en ser como soy o arrepentirme? ¿Hemos de hacer nuestro camino a tientas? Y sin embargo, alrededor, el paisaje de cada día sigue abriéndose como una creación nueva, que, por la mañana, temprano, tiene el aire tan limpio y recién hecho que se olvida uno del cambio climático, y de la disparatada desorganización de la sociedad humana, que contrasta con el orden y concierto de la naturaleza, la armonía cambiante de su colorido y ese sonido musical del viento y el agua, que hoy desagarra el graznido inesperado de las gaviotas excitadas.

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