miércoles, 13 de febrero de 2008

Leo un intrascendente libro de aventuras e incluso aquí, entre sus páginas, desliza el autor pensamientos microfilosóficos y noticias parciales de algún reciente descubrimiento científico más o menos aterrador, como eso de que ahora no sólo te vigilen cámaras más o menos disimuladas, sino que hasta es posible que lo hagan aburridos ojos a través de satélites lejanos, a la vez que se nos puede escuchar con aparatos de escaso precio que pueden comprarse en las que ya se denominan tiendas de espías.

Ya podemos vigilarnos unos a otros y espiarnos en cualquier actividad, por muy privada que parezca y poco interesante para nadie, toda vez que la mayor parte de lo que hacemos cada día, salvado que vivir sea todo lo importante que es como parte de un todo, es banal, rutinario e intrascendente, pero a nadie agrada saber que lo están viendo, aunque sea sin mirar y hay quien tiene a su alcance la constatación de nuestras manías, debilidades y mayores o pequeñas incorrecciones. Y puede que tener un conocimiento, siquiera sea potencial, de la actividad de los demás, puede contagiarnos el miedo característico de la paranoia, tanto a los observados como a los observadores, y todavía peor a los que miran, puesto que los otros, es decir, la mayoría de nosotros, vivimos a Dios gracias todavía inconscientes de la vigilancia de nuestros semejantes, que nos tienen como microorganismos, en la platina de sus microscopios, lejos y ajenos, pero estrechamente vigilados ¿para tratar en su caso, de mantenernos controlados como a los virus y las bacterias peligrosos para alguien?

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