El lunes se despereza con la frente cubierta de blandos jirones de niebla, humedad y ruido, rumor, de mar. El mar, la mar, que por aquí decimos, cuando quieta, respira; a poca brisa que haya, dice un rumor, que va creciendo, hasta que, cuando se encrespa, se convierte en amenazador rugido. La mar habla, se excita, refleja, exhala calima, neblinas y niebla espesa, con la que juega hasta que se cansa y la avienta, como prefiere hacer con el viento del nordeste.
Hoy, lunes, ya digo, se advierte que el tiempo en alguna parte está empeorando. El sol duda si lavarse las manos en este asunto del amanecer y solaparse bajo un ramo de nubes. Se estremecen las flores que habían cubierto los frutales antes de tiempo y ahora se dan cuenta de que podría hasta caer el granizo y dejar sin fruta a los pájaros y a los humanos.
Los humanos …, que, me informa el periódico, nada más extenderlo, que siguen vociferando y matando por las cuatro esquinas del mundo. Puede que ni se den cuenta de que es lunes, hay niebla y los frutales están cuajados de flor. Son cosas de que te das cuenta, supongo, cuando tienes aunque nada más que sea una miaja de tiempo y no está enfrascado en el vesánico empeño de matar, ese afán que nunca ha servido para nada porque de cada modelo de hombre que matas hay centenares más, que ocupan su sitio con frecuente anhelo de venganza. Todavía, entrando en el siglo XXI de nuestra era y obsesionados con el ojo por ojo de que resulta que cada muerte origina un torbellino de violencia que se alimenta a sí mismo de la creciente locura que genera. La violencia es el movimiento continuo, sueño por fin al parecer tristemente logrado por el lado oscuro de la alegría de vivir.
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