Comprendo que todo pasa, pero no puedo evitar echar de menos, sentir la añoranza nostálgica de algunas cosas: los viejos cafés, con divanes, espejos e interminables tertulias pautadas por los ficherazos de dominó que hacían trizas la concentración de los ajedrecistas del rincón; o, y muy especialmente, las viejas librerías donde los libros eran objetos de culto en sus hornacinas, había rincones oscuros, apoyos donde pararse a hojear, ojear y oler la edición de este cuidado tomo, espacios para conversar con el librero antiguo, casi siempre miope por afición a disfrutar de su mercancía o la librera sabia, despeinada, con sus zapatillas y los impertinentes colgados del cuello con una cadenita de plata, rincones y ocultas estanterías donde bibliófilos, aprendices o viejoverdes pasaban con santa unción las hojas del papel políticamente prohibido o el offset de las “fotografías de arte”.
La prisa, la urgencia, los atajos, se lo han llevado todo entre turbulencias de desagüe y ahora todo se compravende como puñados de canicas de pedernal, quisicosas de baratillo o baratijas de engañar al aborigen, desde los libros, amontonados bajo el banderín de “best seller” o de “novedad” ni siquiera por orden alfabético hasta los cafés encapsulados según sabor, que dentro de poco en vez de restaurantes tendrán por las calles dispensadores de pastillas de astronauta, equivalentes a gallina en pepitoria, cochinillo asado o faisán a la mode francaise.
La cantidad y la prisa se han comido gran parte de la calidad y el sosiego. A cambio, nos queda a los más viejos la añoranza.
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