viernes, 1 de febrero de 2008

Ha sido sin más. Llegó la lluvia y estábamos tan ajenos y desacostumbrados que me sorprende lo oscuro de la tarde invernal y el brillo serpentino de los tejados que en mi pueblo son casi todos de pizarra, que, cuando llueve, adquiere una calidad intermedia entre el aspecto del acero y el de un bruñido espejo sin embargo opaco. Bond, el perro, sale al zaguán mínimo, ventea alzando un poco el hocico y se vuele a casa, pesimista. Como buen cocker lanudo sabe, es perro viejo, que si se le empapa la pelambre estará incómodo y hasta reumático, que por equivalencia ya son los suyos casi sesenta y tres años y por eso implícitamente nos dice que mejor no salir, que si acaso una pizca, acera abajo, para aliviarse más o menos dignamente fuera del hogar. Luego tú limpias –me insinúa- con el mirar dulce con que habitualmente me procura enternecer, el muy cuco, cuando le conviene. Tampoco te cuesta tanto –insiste en su mismo mirar, que, en cuanto ceda, será una sonrisita de suficiencia-, y, claro, acabará por convencerme y cuanto antes ventilemos esta indigna claudicación, mejor para mi autoestima. Suenan los canalones, que recuperan, como viejos instrumentos mudos, el impulso que les permite echar su cuarto a espadas en la melodía, a veces ruidosa, hay veces que algarabía, otras nada más que susurro, que evidencia que el pueblo –la villa, en este caso-, sigue vivo, respira, sufre y se alegra. Se me ocurre advertir que en el universo y en cada una de sus parcelas más o menos divididas o indivisas, constantemente se equilibra el hecho de vivir mediante acontecimientos que producen alegría o pesar, complementándose, enjugando cada grupo de unos las consecuencias de los de sentido opuesto. Puede que otro modo de definir lo que es la vida, ese misterio de innumerables facetas e incontables definiciones y descripciones es el equilibrio en que consiste y nos mantiene a la gente en la posibilidad de ser o haber sido o estar para ser o siendo un poco como los mosqueteros del rey de Francia, que eran –decían-, como los miembros de la humanidad en tránsito: todos para uno y uno para todos.

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