lunes, 6 de agosto de 2007

Cerrar otro libro. Había hace poco en una revista un viejecito dibujado entre muchos libros, tal vez casi todos, en medio de una estancia circular con más libros, inmensa, una gigantesca torre cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, millares de millones, la más colosal biblioteca imaginable. Y en medio, abajo, sentado en una mesa, con su libro se veía que recién cerrado, apoyado un codo y en la cabeza en la mano, meditabundo, un viejecito de larga barba blanca, melena blanca, inmensos ojos soñadores. Y ahora –decía- que los he leído todos, ¿qué?

Bueno, pues yo acabo de cerrar otro libro. Ya tengo uno nuevo, pero he de esperar a que en la imaginación, se me duerman los personajes del anterior, para empezar a leer este nuevo. A mí no hay miedo que se me acaben los libros. Tengo un rimero ahí, esperando, al alcance de la mano, y muchos más para releer, en varias habitaciones. Todos tan tentadores, que a veces me quedo perplejo, sin acabar por decidirme por cual. Me acuerdo de las páginas de Italo Calvino cuando habla de por qué leer los clásicos. Allí creo recordar que es él mismo el que dice que cada uno tenemos nuestros clásicos, sobre todo esta casta a que pertenezco de los lectores empedernidos. Hace muchos años, un librero en agraz, por cierto ya muerto antes de lograr ser librero, cosa que es un arte, me decía que por qué tanto leer, tanto leer, que cuándo iba a escribir algo. Ahora ya tengo algo escrito. Claro que nunca seré clásico de nadie, pero cada uno llega hasta donde puede.

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