martes, 28 de agosto de 2007

Han muerto un escritor y un futbolista, el primero autor de columnas de prensa inolvidables, el segundo puntal de defensa de un equipo en racha de ganar trofeos y campeonatos. Cuando se habla de un triunfador, nadie piensa en la posibilidad de que mueran, pero la muerte es una niveladora excepcional, que nos recuerda cada día en lo que nos parecemos los humanos, qué es lo que en realidad tenemos todos en la misma medida, que es la capacidad de nacer y de morir, o, por lo menos, de que nos nazcan y nos mueran. Nadie volverá a escribir aquellas columnas, ni a chutar lo mismo, defendiendo la portería de un equipo. Ambos dejan profuso recuerdo gráfico de sus andanzas, pero las fotografías, que el tiempo acaba por amarillear, difuminar y destruir, no son más que luces relampagueantes de momentos concretos de vidas completadas por una trazo cuyas vicisitudes únicamente los que la vivieron conocen, con sus alegrías y tristezas, sus certezas y sus incertidumbres. Cada vez que alguien muere, a quien conocemos sólo de referencia o por algunas de sus obras, comprobamos que el mundo, al día siguiente, sigue enfrascado en sus habituales digresiones, por ejemplo si hay o no cambio climático, si conviene o no admitir como inevitable la aldea global. Somos capaces de discutirlo todo, afirmar o negar categóricamente una cosa y su contraria con el mismo apasionamiento. Y sin embargo nos reafirmamos, orgullosos, en la condición de especie capaz de razonar. Lo que no está tan claro es en qué consiste eso de la razón y nuestra ilusionada y desilusionante capacidad de jugar con ella.

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