domingo, 12 de agosto de 2007

La costa se ha abarrotado de gente que ha venido a contemplar cómo planea el verano sobre la mar. Hay de todo: personas de todas las edades se agolpan, rodean cualquier apariencia de espectáculo, se paran a escuchar, echan monedas en la caja del violín del músico ambulante, las ponen en el gorro del mimo, rodean los carromatos de estos modernos feriantes con tan poca apariencia de Tigre Juan, con unos puestos que huelen, a veces, a incienso o sabe Dios qué, de olor amargo. Una mujer reseca, adusta, desabrida, despacha trozos de empanada grasienta, bollos escasamente preñados de chorizo reseco y panecillos tiernos, que casi alimentan con el tentador aroma. La mayoría de la gente vagabundea con los hijos más pequeños al hombro. Asombra la estatura de las mujeres jóvenes, fornidas, deportivas, algunas semidesnudas sin que so importe ni siquiera ya a los viejos verdes, que antes tenían que poblar las primeras filas de cualquier teatro de revista para entrever lo que ahora se luce con el mayor desparpajo. Recuerdo de alguna de mis tías abuelas, que murieron con más de cien años a cuestas, y ellas, que llevaron aquellos faldamentos que si acaso dejaban asomar en ocasiones un tobillo provocador y miriñaque y todavía llegaron al bikini y la minifalda, que tuvieron tiempo de mirar con aquellos ojos de agua quieta que alguna de ellas tuvo, abiertos de asombro. Modas y costumbres corren, cambian, mudan ahora con la rapidez que ha adquirido la bola del mundo al hacerse más chica, casi manejable para una tecnología que se nos ha escapado, pienso, a los humanos, de control, Ya no podríamos, aunque quisiéramos, cambiar el ritmo con que nuestro territorio, el planeta, está indudablemente cambiando. Estoy convencido de que la humanidad va a sobrevivir, lo que no sé es lo que le costará ser todo lo mutante que le será necesario para adaptarse ella a unas nuevas condiciones de vida en que tal vez se llegue a respirar y comer cosas muy distintas de estas de ahora, que envenenamos, al parecer, sin cesar, los unos para que sean como fueron y los otros para cambiarlas y adaptarlas a los gustos de esta multitud que corre con tanta prisa en busca de sí misma.

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