Nunca entendió por qué alrededor de todos los festejos había un constante explotar de cohetes de extraordinaria violencia, el eco de cuyo sonido se iba repitiendo una y otra vez desde el valle que nos incluía. Tal vez recuerdo de cada frenética huída de los piratas, los corsarios y los vikingos primero, cuando todavía no se inventaran los piratas y ellos ya lo eran, se echaban a la mar con aquellos frágiles navíos y bajaban del norte en busca de mujeres, niños, joyas y metales preciosos, armas y cacharros, cerveza y sal. Desde que nos llegó noticia de la invención de la pólvora y lograron nuestros ancestros, primero muestras y después fabricarla, seguro que la usaron para resistir entre los pedruscos y matorrales de la costa el empuje de los ladrones surgidos de la niebla, que llegaban, robaban, incendiaban, se iban y dejaban leyendas y mestizos para acreditar que algunas tenían un fondo de verdad.
O puede que nada más sea cosa de que el ruido nos enardece, exalta, anima, al final, emborracha o sirve para acentuar la borrachera que ya teníamos del vino viejo y la sidra reciente. Campanas, cohetes y gaitas, ensamblados, taraceados, confundidos, son el territorio de una romería cualquiera, convocan al gentío, lo sacuden, lo intercomunican primero, lo disparatan y al final se ha convertido en masa imprevisible, mimética y gregaria, propicia a la estampida o la revolución.
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