viernes, 31 de agosto de 2007

Ocupa a los “expertos”, que ahora a veces les llaman comités de “sabios”, la sinestesia, que yo consideraba asunto común en los humanos, por más que pudieran ser distintos los colores atribuidos a las diferentes vocales o sonidos musicales por el por otra parte habitual engaño de los sentidos a lo que sea que piensa, que ahora también dicen que son unos corpúsculos, especie de correveidiles o trotaconventos que se mueven cargados de información por entre las neuronas, al parecer víctimas de su ciega inmovilidad bajo la capa ósea del cerebro, especie de cúpula sin ventanas a la luz. Anduvieron preguntando a una serie de personas muestra y dice la noticia en la versión que me ha llegado que vacilaban. Yo les hubiese contestado sin vacilar que la a tiene color rojo, la e amarillo terroso pálido, la i amarilla tan claro que es casi blanco, la o negra y la u verde, y, casi como consecuencia, el uno es verde y negro, el dos, negro, el tres amarillo terroso pálido, el cuatro rojo con una pequeña orla verde de un lado, el cinco amarillo con ribetes oscuros y el seis del color del tres, como el siete, más pálido el siete que el seis, el ocho negro, el nueve verde amarillento y el diez amarilla dorado claro. Voy a un diccionario en busca de criterio respecto de si la sinestesia, al no ser común, es patología o privilegio y me encuentro con un inesperado tono entre inseguro, científico y algo petulante me informa de que se trata de una “percepción de una sensación en una parte por la aplicación del estímulo en otro punto”. Lo mejor es que añade que “procede del griego sinaithesis, simpatía, sentimiento común a varios”. Algo así como una merienda campestre y compartida al sol de una deliciosa atardecida.

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