A lo largo del día, hoy, que se acaba el glorioso mes de agosto, se echarán de nuevo a la carretera multitud de cajitas con ruedas y motor, camino de vuelta a casa.
Volver a casa, la butaca, el televisor, los gastos de mandar a la chavalería al cole, de vuelta, el trabajo, la mayoría el lunes, recuperar el ritmo, salir a tomar café, comentar cómo, dónde y cuándo te robaron, malsirvieron, desalimentaron, pero a pesar de todo, lo pronto que pasó el tiempo y que, como los sanfermineros ya hemos empezado a contar lo que falta para ese agosto que tal vez llegue dentro de un año, o, como decía mi tía abuela buena, casi santa ya en este mundo, “o la vida te ha de costar”.
Ríos de cochecitos. El hombre inventó los cochecitos para escapar, y los cochecitos han atrapado al hombre, a la especie humana, y poco a poco le van arrebatando el espacio vital, la acoquinan y arrinconan. De vez en cuando, con demasiada frecuencia, hasta nos matan, solos o en grupo, o nos lastiman, laceran, semidestruyen. El cochecito –decía un vagabundo- es una plaga como aquellas de Egipto, solo que peor por lo que dura, crece y tiende a hacerse mayor, sin que apenas se inventen mecanismos realmente eficaces para que disminuya de modo apreciable y constante la letalidad de esos brillantes objetos de deseo que son los cochecitos. Este año han puesto en los paneles de las autovías la escalofriante cifra de muertos, casi dos mil, víctimas desde primero de año de accidentes de automóvil. Y cada chaval, en cuanto tiene su primer empleo, lo primero que hace es empeñarse con la empresa, pedir el anticipo que autoriza el convenio, para comprarse un brillante cochecito con que sumarse a la fiesta, al tiovivo de la carretera, cada vez más impersonal, más aislada de todo, perdida en el túnel a cielo abierto de la velocidad a cuatro carriles.
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