jueves, 9 de agosto de 2007

Decíanlo la abuela y sus contemporáneas: “en agosto, frío en el rostro”. Y este año, para cumplir con el refranero, a estos principios de agosto, ya caen de mañana heladas, que, si has de salir a la calle, más vale que te abrigues y no sólo el rostro, que viene un airecillo de la mar, de la punta del nordeste, que se entremete por las holguras de la ropa y te enfría en cuanto que te descuidas.

Apenas empezado agosto, sin que haya transcurrido ni la primera decena, hoy, nueve, que cumplo yo años y ya son una pila, que, a ratos cada vez más largos, va pesando sobre todo donde los huesos se articulan y te advierten de que hay que ir moderando el ritmo. “Amodera, nin –decía por su embudo el patrón pesquero a su maquinista- que tamos entrando en la dársena.

En la mar es al revés que en la vida, donde, según el poeta, “nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar”. En la mar, que es vida aguas adentro, cada singladura acaba con el barco regresando y echando los cabos a tierra, para que los chavales, los grumetes, los amarren a cada noray, con los nudos tiernos, recién aprendidos.

Tal día como hoy, hace muchos, pero que muchos años, mi padre y mi madre se habrán preguntado a dónde iría a parar aquel trémulo copo reciente, de vida indecisa. Hoy les diría que a correr y mirar, pararse y leer, pensar a ratos, preguntarse y en tramo final, que es éste, llegar a la conclusión de que no hay respuestas ciertas para ninguna pregunta, y que la única con apariencia de realidad es que se nos ha puesto aquí, cualquier cosa que esto sea, para aprender que somos uno y a pesar de ello todos, y todos cuantos convivimos en lo que hemos dado en llamar espacio y tiempo, sin embargo, uno cada uno, y me atrevo a añadir que para que comprendamos que vivir es convivir y la única manera de lograrlo estriba en equilibrar nuestras convicciones, provisionales o no, con las de los demás. Se ha dicho a lo largo de la historia muchas veces por los poetas, por los filósofos, por los pensadores y por los santos de cuantas religiones se conocen, de un modo u otro, más o menos claro, expresivo o bello, a veces a trompicones, en ocasiones en secreto. Tal vez sea la única regla que nos queda: tenemos que vivir en la armonía con los demás que consista en que cuanto de bueno o malo que para ellos deseemos ha de ser lo mismo que deseemos para nosotros mismos.

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