jueves, 2 de agosto de 2007

Desdibuja el cielo la oscuridad de una nube creciente, más y más gris, más y más oscura, amenazadora de lluvia. Todo el monte está cuajado de brezo, que juega contra el amarillo de la retama y las cádavas polvorientas a veces. Se persiguen por entre los pinos viejos y los eucaliptos flacos. Más que verse, se adivina la mar, más allá de la plaza en que unos operarios municipales se afanan retirando una estatua y escondiendo unos murales que traen de alguna parte.

-¿Por qué?
-El sábado es fiesta y si no lo quitamos, se lo llevarían todo por delante.

Asusta un poco esta suposición, producto, me añade un barrendero, de las experiencias recientes.

-El año pasado arrasaron.

Antes, cuando los antiguos eran bárbaros, asustaba su llegada. Ahora tenemos los bárbaros como los niños de la guerra llevábamos los piojos, los tiburones llevan las rémoras y el muérdago nace entre las ramas altas del abedul o el cerezo. Están entre nosotros. Somos nosotros mismos, capaces de su brutal crueldad, de su disparatada estupidez en cuanto cualquier circunstancia nos altere el rutinario ritmo vital. Da miedo saber que mientras dormimos, una parte de nuestros semejantes que vela y podríamos ser, somos nosotros mismos, estamos quebrantando la vieja cultura sin haber inventado la otra nueva que nos ha de permitir que continuemos la historia humana. Miedo saber que mientras vagamos por otro mundo, el del sueño, estamos inertes en éste, entre las sábanas, y, a la vez, afuera, en otro sin civilizar aún, y somos, a la vez, en tres lugares y dimensiones diferentes, sin embargo los mismos, es decir, la humanidad de nuestro tiempo y nuestro espacio.

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