viernes, 3 de agosto de 2007

Quedan, estoy seguro, rincones en este primer mundo a donde no llagan los coches con su ruido, su empujón súbito, o, si no los coches, los paredones de cemento, las columnas de conducciones de alta tensión, el ruido, el artificio, la artesanía y el arte, es decir, las huellas del hombre. Tiene que haber rincones donde poder refugiar este anhelo súbito de salirse un momento de la caravana y concentrarse en la individual de nuestra esencia. A esto llamaba fray Luis ir por la senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido. Se refería a estos momentos, seguro, fuera de los cuales “no es bueno que el hombre esté solo”, dice el Génesis. Pero cada vez deben ser menos. Cada vez hay más coches y parece que las familias, no sólo traen uno para cada miembro, cuando vienen de veraneo, sino que traen, además, otro para cada mascota y llega un momento en que necesitas huir, salir afuera. Eso que anuncian los astronautas, he leído, de que pronto será posible salir por un precio razonable al espacio, donde el silencio y las inmensidades insondables. El espacio, pienso, será como un mar inmenso, en que puedes meterte hasta la rodilla, hasta la cintura, hasta el cuello o hasta que, perdido pie, no haya, debajo, más que agua de esmeraldas y silencios, exprimidos y mezclados, rayados de caprichos de sol, que recorren indecisos la profundidad y te llaman al fondo, de donde hay quien dice que surgió la vida, por lo tanto la humanidad, lo que quiere decir que ya estuvimos allá abajo, soñando con la luz.

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