domingo, 19 de agosto de 2007

Domingos como alfombras raídas entre el polvo sin aspirar de nunca. Decían mida de alba, en latín, que iba deletreando como un niño sus primeros cuentos de hadas y lo único el evangelio, que primero leía y después comentaba elocuente el celebrante, pero después el Colegio se quedaba semivacío y nos quedábamos soñando en el patio con vocación frustrada de jardín, en cualquier banco de madera, porque teníamos la vida por delante y todavía podíamos hacer y acontecer, para sorpresa de un mundo atónito. No os permitiremos, nos habían dicho, que se pierda ni una sola gota de vuestras posibilidades de mejorar el mundo, la sociedad, la esquina esta del universo y quién sabe si sus alrededores. De momento era domingo y no cabía más plan que el de soñar a lo largo de la tarde o ir a sumergirse en las páginas insondables de los libros, hasta perderse en el bosque de la curiosidad o en la selva de la fantasía. Una de aquellas tardes estuve por primera vez, sin estar, claro, en Siena, de la mano de Charles Morgan, acompañando a Sparkembroke en su denodada batalla con vida y sentimientos, palpando casi las piedras milenarias de la hermosa ciudad de la Toscaza, leyendo trabajosamente las desgastadas inscripciones de sus piedras. Atónito o embelesado, según. Años después me dijeron que Morgan escribía espuma de literatura. Es cierto. Apenas resultaba posible leerlo con los jirones de la adolescencia sin acabar de desprenderse. Domingo, como hoy. Con el resto de los libros alineados, esperando el bullicio de la semana, las clases, la vida fluyendo desde un abundante futuro al parecer inagotable.

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