miércoles, 1 de agosto de 2007

Siempre ha preferido los meses de diciembre, porque es Navidad y agosto, porque es verano. No todo diciembre es Navidad, pero como si lo fuera, igual que a fines de agosto el verano ya flaquea sin dejar de serlo. Y como no podía por menos, nací uno de esos meses preferidos: en agosto, a primeros de agosto. Por eso, además de ser meses de vacación escolar, durante mi niñez, en diciembre me daban una propina por ser Navidad y en agosto me daban otra por ser mi cumpleaños. Casi siempre invertía en libros, primero tebeos, que en España eran tebeos y no comics, después en libros, que en ambos casos devoraba vorazmente. Lo recuerdo hoy, que empieza agosto con este calor que hace ahora, debatan y se compliquen la vida cuanto quieran los partidarios de decir que hay un cambio climático y los que se desesperan diciendo que es mentira. Que podrían ponerse de acuerdo, digo yo, sentarse alrededor de una mesa y exponer cada cual sus razones, y, si todos son tan sabios y tan inteligentes, es probable que pudiesen llegar a algún acuerdo, si no fuera por eso del amor propio que tanto nos dificulta entender las razones del otro, del contradictor. Nos falta, a mí por lo menos, habitualmente, la imprescindible humildad por lo menos intelectual.

En agosto es cuando más gente está de vacaciones. Todo el que puede las pide y disfruta en agosto, tumultuariamente. Los más avisados, sin embargo, prefieren otro mes o por lo menos se guardan una quincena para otro mes durante que no haya por todas partes la aglomeración de agosto: hombres, mujeres, niños, coches, suegras, gallinas, equipajes perdidos, basura abandonada y la prisa batiéndolo todo, como esas escobas que forma el huracán o como el robot de la cocina, donde echas las naranjas enteras y sale un zumo espeso que sabe a pellejo de naranja.

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