miércoles, 9 de enero de 2008

Acecho, desde la ventana, entre visillos –titulo de una vieja novela-, como suelen las viejecitas de las películas que reflejan la vida –hay quien dice que más pequeña-, de las ciudades mínimas y los pueblos diminutos. Donde lo que pasa es que la vida tiene dimensiones diferentes, como si ocurriera en otro tiempo o en otro mundo. Conoces a la gente que pasa, en su mayoría, y tienes la posibilidad de advertir cómo es la carga de la vida que llevan consigo. Aunque vayan en silencio, serios, inexpresivos, o sonrientes, los conoces de toda la vida, a casi todos, toda la suya o toda la tuya. Van y vienen, son familiares, es decir, habituales, hasta que faltan, que tardas en darte cuenta, y para entonces ya hay otros a que casi siempre identificas porque se parecen a algún pariente suyo que conocías.

Acecho desde la ventana, un poco apartada la cortina, sin mirar. Viendo, nada más. El árbol, el río, los reflejos, a medida qe se va la luz del día y se encienden las farolas, impotentes para nada más que apartar ligeramente lo oscuro de la noche, que poco a poco se ha comido las lejanías del paisaje, pero no enciendo la luz. Me estoy, parte de la semipenumbra de la habitación, como el zumbido de un insecto.

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