Pasa el viento, ufano de su fuerza, tirando un árbol, las losas de pizarra de los tejados, alguna ventana podrida y llevándose la arboladura entera del puesto del mercado, mientras la dueña llora, inconsolable y el viento juega enrollando y desenrollando el lienzo como si fuera un fantasma que al final se lleva, fracasado, el río y lo pescan, allá abajo, en el puente de las leyendas, que ya no es el mismo, pero las mantiene en la memoria ya desfiguradas, perdidas, como si se tratara de sueños o de mentiras inventadas por la vieja cocinera que tan bien hacía las croquetas cuando todos éramos niños y ni siquiera habíamos oído hablar de la posibilidad de que Walt Disney pintase nuestras fantasías y las moviera transformadas en muñecos casi humanos.
Pasa el viento, diciendo tan aprisa las palabras que lleva, espuma, desbordándole por los cuatro costados, apenas pueden leerse ni recordarse, como si se hubiese vuelto loca la orquesta del universo y su canción un zumbido de abejorros gigantescos, invisibles, presentidos más allá de las nubes, que apresuran el paso, se estiran y en cuanto el viento pare se echarán a llorar, como siempre, histéricas.
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