lunes, 21 de enero de 2008

La primera vez llegué a media mañana. Ignoro con que tiempo. Estaba demasiado excitado. Mi hermano, uno de los mayores, me esperaba en la estación del tren. Llegué en tren, tomamos un taxi y me llevó a la que durante un par de trimestres sería mi casa porque estaban en obras en el colegio mayor que debía ser mi destino definitivo para aquellos años de carrera. Mi hermano me enseñó a ir a la Universidad. Bajas esta calle hasta la plaza, la cruzas, subes por aquella otra, fíjate, hay tres, la que está más a la izquierda, la recorres hasta esa otra plaza, bajas de nuevo a la izquierda y ahí tuerces a la derecha, relativamente en seguida, llegarás a la Universidad, que es ese edificio de ahí. Ahora volveremos en metro, para que aprendas otro modo de venir. El billete del metro costaba quince céntimos. No había autobuses ni trolebuses y el tranvía, por delante de la Facultad, pasaba en sentido contrario, cuesta abajo, de manera que los modos eran dos, andando o en metro, que se tomaba, como ahora, en la Puerta del Sol y te dejaba en la estación de Noviciado. Lo recuerdo hoy, que tengo que ir de nuevo a Madrid, ahora una de tantas, porque aquélla fue la primera vez, inolvidable. Ahora hay no sé cuántas universidades públicas y privadas, ya no se imparten clases en el caserón de la calle de San Bernardo. Derribaron la casa donde estuvo mi primer, entrañable, alojamiento. Faltan, en la Puerta del Sol, muchos cafés, librerías, recuerdos ya irreproducibles: el café de Pombo, el de Levante, el Universal. Nada más entrar en la calle de Preciados, a la derecha, estaba la parada del tranvía de la Bombilla, que creo que era el 9. No estaban aún, calle de la Montera arriba, las disuasivas cortesanas que nos han de preceder en el Reino, pero, de momento, parecen semidesnudas estatuas de Botero, espetadas, en hileras, en la mirada fija de sus empresarios, agazapados en cada esquina, vigilantes.

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