martes, 1 de enero de 2008

Vamos, Bond, mi perro, y yo, pisando las primeras calles del año nuevo, recién hecho que huele a pan caliente todavía, y nos cruzamos con los restos del ejército de la noche, el ya fracaso de los trasnochadores, ellos trajeados de negro, como si se hubiesen puesto aprisa y corriendo un jirón de noche muerta, al saberse desnudos de la ilusión con que llegaron al baile, las uvas y el muérdago. Hay una pareja que se besa en la acera del puente, por donde baja el frío de la amanecida, que aún no sienten. Se equivocan de puente, porque el de la leyenda es el de más abajo y éste no tiene leyenda ni del beso ni de nada que yo sepa. Otro grupo lo integran tres o cuatro mozas con abrigos de piel, anacronismos urgentes y recientes, a esta hora de la salida de un sol que no se anuncia más que arriba, en lo más alto de las paredes del valle. Como si estuviera asustado, digo yo, que el verá desde su trayectoria alta, por lo menos lo más próximo del futuro que llega y hasta sabe, seguro, lo que nos traen los reyes magos, parados, en el belén de la Iglesia, todavía a la puerta del castillo ominoso de don Herodes, inquieto desde que le han dicho que si ha nacido un Rey de reyes y a ver si peligra su trono –se preguntará-, como todos los reyes que quedan en el mundo, que ninguno las tendrá todas consigo, desde que alguien inventó lo de la soberanía compartida de la gente y ellos -los reyes- dependen de leyes que inventan, acuerdan y promulgan otros. Yo los consolaría diciéndoles que ya los griegos decían que esto de los modos de gobernar va también por modos y modales, en definitiva por modas que se ajustan a los tiempos, así que cambiará, como todo, porque lo que es versátil, cambiante y acomodaticio a las condiciones de vida soportables, es la gente, es decir, cada persona concreta y su conjunto.

Está cerrado el quiosco de los periódicos, pese a vender también chucherías para los niños, porque ni hay hoy, primer día del año, noticias, críticas ni botillerías, ni han salido todavía los niños a la calle, que ayer, fin de año, el que más y el que menos, arrastró de sueño hasta las uvas, se atragantó con ellas y recibió su primera y amarga lección de que trasnochar no sirve más que para constatar que la noche es igual que el día, pero más oscura, y allí dentro, monstruosas fantasías amedrentadoras aparte, podrían ocurrir las mismas cosas que durante el día. También están cerradas las cafeterías, de modo que el grupito de media docena de cansados mozos y mozas que nos preceden renqueantes deciden sentarse en un banco del parque y apretujarse mutuamente porque hace seis grados centígrados y la verdad es que la mañanita no está para bromas. Bond se para, los mira, duda, no sabe si ladrar o no y acaba por considerar que no vale la pena, que amo ya los ha visto y no se ha inmutado, de modo que no parecen peligrosos. Busca un farol, alza la pata, mea despectivo las gotas que marcan su territorio, menea el rabo, me mira a mí y sé que me pregunta: qué ¿nos vamos ya a casa? Ya hemos visto que el año viene frío y gris, como sin ganas. Al llegar a casa nos repartiremos unas galletas para que se consuele y vea que al fin y al cabo, bien vale siempre la pena entrar en un año nuevo.

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