jueves, 24 de enero de 2008

Cando te pasas dos tardes enteras viajando, como me ha pasado a mí entre ayer y hoy, corres el riesgo de reencontrarte una vez más contigo, en este caso conmigo mismo. Ignoro si alguien, cuando más o menos periódicamente se reencuentra, hallará algún motivo de satisfacción, o, por lo menos, de satisfacción durable. Yo no. Puede que sea cosa del cansancio que cuando eres viejo te produce salir de la rutina y viajar, mudar tu cama, aunque no sea más que por una noche, por la siempre un poco más dura cama del hotel, con sus almohadas a medio llenar, comer alimentos que no son los de todos los días, cocinados por personas distintas, lo cierto es que me descubro los defectos habituales, si acaso acentuados y desalentadores, como siempre. Como continuación del disimulo especial que e que este año hace gala el invierno y que ha permitido un evidente adelanto de la floración de la mimosa, esta tarde vimos cruzar la carrera, alta y altiva con ese cuello largo, que estira, como los corredores de trayecto corto cuando están a punto de pisar la meta, la primera cigüeña. Fue en tierras de León. No me fío. La abuela decía que no había invierno que se comiesen los lobos.

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