Hubo otras veces días así, que aborrecía el papel blanco por esta misma necesidad de poner algo en él, pero estar sordo, y no como los demás días, cuando las ideas se agolpan en el salida de la cabeza y no dan abasto las manos para ir diciendo, de modo que olvidas una frase comenzada, más allá de la coma de respiro, o te comes letras o las cambia la prisa, que tú, es decir yo, estoy seguro de haberlas escrito o pulsado en mi teclado nuevo, ahora blanco, de que las voy escogiendo para contarle a nadie lo que es probable que sólo lean dos o tres que iban de paso, buscando aburridos, arriba y abajo, entre la ya incontable marabunta de los blogs, que no sé quién me ha dicho que leen implacables cada día unas máquinas que hay en semisótanos de todas esas desorganizaciones que tienen los países poderosos para vigilar a sus muertos, los bárbaros que germinan en los oscuros seminarios, en los semilleros, al parecer inagotables, del terrorismo.
Fantaseo a vece que lo mismo que son máquinas capaces de seleccionar y llamar la atención respecto de las palabras sospechosas de cada mensaje, sea o no inocente, apartarlo, llevarlo a desencriptar por eminentes desencriptadores, que personalmente me recuerdan a los desentarabricuaddrilladores del trabalenguas del puente de Corrnellana, que estaba mal entarabricuadrillado y había que llamar …, etc., y precursoras o quizá ya conseguidas máquinas pensantes, de las que un día, con si innecesidad de respirar los mefíticos gases que tras del cambio climático inficionarán la atmósfera, escapada por el agujero de la capa de ozono, nos declararán una guerra imposible para nosotros, a la especie humana, y nos sustituirán, implacables, con sus voces incoloras, atonales, incapaces de expresar emoción, definitivamente racionalistas, y por ello, incapacitadas para impregnar se la gracia de la imperfección enamorada la perfecta rima, el escandido exacto de sus sonetos escritos con punzón sobre papel de acero inoxidable.
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