Nunca he podido explicarme el misterio de que la música y el color puedan transmitir mensajes no acierto a preferir si como partes de un idioma olvidado por los humanos o lo que será en su día un idioma, cuando el exceso de prisa no permita a los entonces supervivientes articular palabras o construir las frases indispensables para comunicarse. Se adivina que tanto la música como el color llegan antes o llegan a espacios más especializados del cerebro, donde producen emociones súbitas y profundas.
Incluso el idioma, tal y como ahora lo manejamos, se hace más expresivo y llega a mayor hondura del interlocutor cuando alguien que sabe hacerlo canta y utiliza la voz humana como instrumento musical.
Es posible, además, con la música, construirse lo que de niños llamábamos nuestra cabaña, ese “retrete interior” de que habló santa Teresa, indispensable para sentirse uno mismo por lo menos a ratos o cuando nos aprieta alguna situación que nos agobia o angustia. Yo me encierro en música que prefiero y es como si saliera de la estancia anterior y me refugiase me escondiese en otra de otro de los mundos paralelos que coexisten con cada uno de nosotros.
No me hace falta ser un erudito musical. Que hay quien no considera posible gozar del arte sin entender de aquel de que en cada caso se trate. Por lo general y salvo escaso número de obras, no sé lo que escucho ni quien lo compuso, pero gozo de ello, lo almaceno en mi discoteca personal y de allí lo saco, según la ocasión, mediante previa selección o con un programa aleatorio que me lleva de un lado a otro del sentir, desde un quinteto que interpreta música de cámara de Beethoven hasta un blues de la costa Oeste o del profundo Sur o la saltarina improvisación de Teté Montoliu.
El caso es soñar.
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