domingo, 27 de enero de 2008

Se predicaba a sí mismo como personaje y escribía apretadas páginas de lo que consideraba sesudas opiniones para conducir a sus epigonos alrededor de este vasto mundo, surcado de incontables telarañas que el refrán insiste y yo discuto que todas lleven a Roma. Están, por lo menos, además, las que llevan al error o a Santiago, o a Jerusalén, o a la mar, por no hablar de las veredas que se limitan a entrecruzarse por mero entretenimiento, ya que vuelven sobre sí y van y vienen como amagos o curvas de Moebius, que me confirman que algo puede ser estético sin servir para nada, al menos desde el punto de vista de la utilidad o desde el de la ética.
Atreverse a opinar con marchamo de ineluctable para lo que se dice es muestra de osadía sin límites. Lo adecuado, creo, es mostrar al otro el inicio del camino y apuntarle si acaso lo que sepamos de él y lo que hayamos hasta ahora interpretado del paisaje, pero añadiendo que podríamos estar equivocados y creer o no es un acto, y, como tal, voluntario. Ayer mismo, en la tertulia, opiné yo que se puede creer en lo indemostrable, que, como es lógico, no parece posible que sea razonado, pero aún en ese caso, cabrá siempre, pienso, razonar por qué se cree en ello.

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