martes, 8 de enero de 2008

Contar un cuento o las cosas que pasan, diría Hamlet, es la cuestión. Pasan, ocurren, acaecen cosas sin cesar, pero a veces preferimos contar un cuento, que es como ordenar las cosas a a gusto del consumidor, incluidos los trabajps y las decisiones de las princesas, los dragones, los reyes y los mendigos viejecitos, que suelen ser magos poderosísimos, disfrazados para probar y comprobar el talante de los protagonistas, para bien o para mal, de los cuentos. Poblamos nuestro entorno, yo lo hago, con la multitud de los seres imaginarios, que unos vienen de lejos, de lo más hondo de la porción última, más soterrada, del cerebro, otros los saco de algún libro más viejo o más reciente y algunos los imagino yo, sobre todo de noche, ominosos, en lo oscuro. Cuando forman parte de un sueño, si es uno de esos que casi indefectiblemente me atrapan durante las insoportables tandas de anuncios que interrumpen sin la más mínima consideración las películas de la televisión, algo debo rebullir, tal vez decir o gemir porque no es la primera ni la segunda vez que el perro viene solícito, se me alza y apoya con las patas delanteras en mi pierna y hace lo que puede para intentar lamerme la mano más próxima. Despierto, sobresaltado, y me mira, se ve que disculpándose. Por si acaso, durante un rato, permanece cerca, atento, pendiente de que no me enfrasque de nuevo en otra aventura de que lo excluya. Por fin se cansa, se va, proyectan en la tele uno de esos programas en que se relata la ramplonería de unos cuantos humanoides de todos los sexos posibles y sus variaciones, permutaciones y conmutaciones, y ahora sí, ahora, indefectible y afortunadamente, me quedo todo y del todo dormido.

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