domingo, 20 de enero de 2008

De niño,
hacía poco que encauzaran el río,
dejaron una hilera de árboles
y paseábamos,
los más viejos de entonces, que eran como yo soy ahora,
bajo el sol, sobre el rumor
del agua viva,
muerta de risa.

De niño, había muchos árboles,
mayores y menores:
el haya del parque del tío abuelo indiano,
los mínimos aligustres,
los magnolios del Parque,
plátanos de paseo de troncos inabarcables,
llenos de pájaros,
cuyas copas se perdían entre las nieblas más misteriosas, altas
y los evónimos
pintados
de oro sobre el verdeoscuro de su hojarasca.

Ahora, los coches, y la vejez,
mi vejez cansada, y, lo confieso, escéptica,
el evónimo se ha mezclado co un vecino arbusto
y perdió el oro en el cambio,
pero es el único,
mestizo y duro,
que resiste y se enfrenta al hacha y a la piqueta,
y me obliga, cuando llega este tiempo y se cubre de brotes,
a recobrar,
inexorablemente,
la esperanza.

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