Entramos, entro en el año dos mil ocho, tanteando el terreno, aún desconocido, del bisiesto recién llegado. Son diferentes, cada cuatro, los años bisiestos, con ese apéndice inexplicable de fines de febrero, en pleno invierno, con el frío empujando caverna de los miedos adentro y la eterna pregunta del humano mediocre, es decir, el humano corriente, que otros, más despectivos, llaman de a pie.
Nos miran, desde que se recuerda, a los caminantes, los caballeros, con evidente desdén, pero siempre, desde que el mundo está poblado por nuestra azacaneada especie, hemos sido por paradoja los de a pie quienes les aseguramos tranquilidad fiable a los caballeros para apearse y abrasarnos a impuestos y gabelas, tras de prepararse un castillo como refugio y defensa contra nuestra airada reacción defensiva. Pero no es tiempo ahora de guerras. Las guerras deberían haber terminado para siempre desde la última declaración de paz, cuando un maltrecha Europa descubrió que no es posible ganar nada, más que provisionalmente, con las armas en la mano. Tras de cierto tiempo, las ideas parece como si resucitaran, avivadas por el viento del rencor y el torbellino de violencia se regenera con facilidad a partir de cualquier rebrote chisporroteante de ira recordada.
Hay que volver a la idea del equilibrio. Este vado de primeros de cada año es terreno apto para, al llegar a la otra orilla, inventar caminos de cambio, pero de cambio real. No ese que con tanta frecuencia proponen los políticos como cimbel para la convocatoria de votos, sino un cambio real, una reestructuración de la vieja sociedad fracasada sobre los falsos cimientos de la convicción de que podría eliminarse el mal, personificado en unos supuestamente malos, que siempre son los otros con respecto a nosotros (ellos están convencidos de que los malos somos nosotros, que no pensamos como ellos), sino en el equilibrio de la tolerancia con que cada uno hemos de respetar la libertad de todos los demás, su ámbito, su espacio vital, su derecho a compartir con nosotros el mundo y la vida. El problema estará siempre en los que prefieren los atajos, con la excusa de que la vida es corta. En cómo corregirlos y apartarlos, y, lo que es más grave, cómo identificarlos y clasificarlos con criterios objetivos. Aprenderemos, digo yo, tan inteligentes como decimos que somos.
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