Al final, cuando ya no puedes responder, por lo menos de modo audible, porque ya te habrás muerto –me digo-, no quedará más que lo que hayas escrito, y por eso es tan importante que al escribir no mientas sentimientos. O dejarás la imagen de otro, ajeno y desconocido, que te sustituirá en la memoria de quienes se pregunten lo que habrías opinado de una cosa u otra. A no ser que alguien disponga de los papeles que queden y los eche al contenedor de basura selecta desde que irían al centro de reciclaje y volverían, otra vez desnudos, a desafiar a otro escribidor, que no escritor, de un futuro en que no estaré con mi macuto de sueños.
Hace viento, hoy. Cayó una ventana, a poco de yo pasar, con estrépito de cristalería rota. Los árboles, excitados, mueven sin orden ni concierto, como los políticos, sus deshojadas ramas y hay un constante rumor. La mar se encabrita, al recibir cada latigazo en el lomo de cada ola y rompe en furores de espuma. El cocker alza el morro húmedo, ventea y tira hacia casa, renqueado todavía un poco de su pata dolorida. Tampoco a él le gusta el viento. A las gaviotas sí. Altas, mirando a barlovento, se dejan mecer y graznan, ignoro si de alegría o de miedo al sordo anuncio que el viento hace de que viene la lluvia.
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