domingo, 20 de enero de 2008

Cuando anochece ya o apenas es de día, los altos que cierran el valle en que vivo están, alternativamente, este y oeste en contraluz y perfilan sus anfractuosidades, salvo cuando una hilera de árboles, tal vez un soto, se asoma, aguas vertientes y entonces el perfil es de encaje oscuro. Y hoy, con la mimosa ya descaradamente florecida, han empezado a cantar algunos pájaros, que todavía no tienen hojas con que arroparse, pero incluso así dan un toque, la insinuación de una caricia del buen tiempo en que brotarán las calas, arrolladas ya sobre sí mismas. Que lo he visto en su hilera que se protege del viento arrimada a la pared junto al estribo del puente bajo que guardan los barrenderos sus carretillas, las mangas de riego y las pacíficas bombas del agua que en canto llueve anega los sótanos de las casas más viejas. Las calas se anuncian como mucho para la semana que viene, para el Carnaval, que este año, paralelo a la Cuaresma y a la Semana Santa, viene, dicen los entendidos “bajo”, es decir, tempranero. Ya hay cartelones que lo anuncian de corrido, “entierro de la sardina incluido”, como quien vende paquetes de viaje en que se anuncian ya, de golpe, las sorpresas y las nostalgias de los eventuales viajeros. Así luego, cuando llegan a las diferentes ciudades del recorrido, buscan sus estereotipos y no pasan conformes a la siguiente si no han experimentado, como casi nunca experimentan, pero lo fingen para quedar bien, el pasmo, la sorpresa o la maravilla que decían los folletos. No es, como decía el título de aquella vieja película en blanco y negro, que de ilusión también se viva, es que vivimos la mayor parte de la vida de la ilusión, que apenas soportamos, puro deleite, de lo que esperamos que ocurra si nos toca la lotería, si corremos una loca aventura en el próximo viajes, si las vacaciones que vienen son las que venimos proyectando desde cuando el acné. También la ilusión, en grandes cantidades, está en el núcleo esencial de los humanos, equilibra de antemano el desencanto.

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