martes, 11 de septiembre de 2007

Con la cabeza vacía, así me siento hoy ante el teclado y la pantalla. Sin previo aviso y menos decisión acerca de qué voy a escribir mi colaboración con el propio cuaderno de notas. Estoy leyendo una biografía y un libro de ficción, pero no quiero comentarlos. La biografía es cruel en su exacta objetividad, el libro de ficción desmonta otras, aprovechando que pasa a su lado y descubre que se habían convertido en historia y mezclado con ella alguna que otra patraña. Es el claroscuro de cada día. Un tumultuoso caudal de verdades, de mentiras y de ambas a medias, para que no sepamos a qué atenernos. Quedan los hechos inexorables, es decir, la parte de cada iceberg que pasa, que se asoma por encima del agua. Trabajo. El trabajo alivia la presión del pensamiento, relaja. Tras de muchos años de hacer trabajo parecido, una parte del que se debe realizar es puramente mecánica. El resto es lo que importa, lo que caracteriza cada pieza, cada obra, cada cosa que dejo definitivamente hecha. El trabajo, a veces, es un descanso en dependencia conocida del castillo cuyas otras no lo son y por eso, a la vez que curiosidad, suscitan el temor de lo desconocido. Es un momento del año en que muchos te paran en la calle para contar que acaban de volver de sus vacaciones. Hay un cierto número que adviertes que necesitan trabajar con ahínco para recuperar la rutina y con ella la apacible tranquilidad del hombre sedentario. Insisto en mi convicción de que el hombre no es sedentario, sino vagabundo por naturaleza, por curiosidad, por inquietud.

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