miércoles, 5 de septiembre de 2007

La librería –dije- es como un templo en que, en las hornacinas, están representados el bien y el mal -o tal vez debí decir el yin y el yang-, y, antes, cuando una librería era lugar de culto al libro, mantenía fondos literarios y recovecos, entre los que se contaba casi siempre el “ojo del librero”, equivalente al “ojo del boticario”. En el ojo del librero anidaban los libros prohibidos por los diversos motivos que suelen mover a los profesionales de la prohibición: políticos, morales, culturales, religiosos, etcétera, que los libreros proporcionaban subrepticiamente, en la semioscuridad de lo clandestino, a sus diversos clientes. Es tiempo de escasez de prohibiciones, por lo menos en materia de lectura. Lo de prohibir se ha trasladado al terreno administrativo, por el que cualquier ciudadano debe moverse con pies de plomo, si no quiere que lo sorprendan con multas de extravagante dureza, ni mucho menos proporcionadas de ordinario con las infracciones que supuestamente deberían limitarse a corregir. El ojo de la librería que hoy he visitado, es diáfano, como un símbolo, transparente. Dispone de unos anaqueles en que se exhiben ilustraciones y textos de libros nuevos y antiguos. Hay ocasiones en que uno tiene motivos para la esperanza.

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