Los niños de mi edad jugábamos, según las época del año a juegos diferentes, que casi siempre se desarrollaban en la calle. Y jugábamos hasta la que ahora es casi mayor edad porque casi hasta cumplirnos nosotros, a la mayoría de edad se llegaba a los veintitrés años, nada menos. Cinco más que ahora. Ahora a los quince han visto más mundo que nosotros antes de los veinte o veintiuno de “ir a la mili”. Que la quitaron y les borraron señas de identidad a muchos mozos cuya única salida del valle en su vida era ir a la mili. De modo que más tarde, a lo largo de su vida, el anecdotario que contaban estaba fechado en su casi totalidad por “cuando estuvimos, estábamos, fuimos, a la mili. La mili era la real y verdadera aproximación a la mayoría de edad, que arrebataba a la muchachada, por lo menos a la varonil, de la protección paternomaternal y los devolvía a casa jactanciosos de hazañas, no sólo bélicas, sino también eróticas, por lo menos amatorias y a veces hasta políticas.
Ahora, los niños no son niños desde la temprana edad a que la televisión los informa de la parte oscura, con pinceladas de la tierna de este mundo que pintaba Quino como esferoide con dolor de muelas y el consiguiente pañuelo que le ataba Mafalda en lo más alto –a nosotros nos lo hacían cuando teníamos paperas, ellos no las tienen, que los vacunan-. No me parece buen negocio. La niñez, creo que era Tolkien el que decía que es algo tan bueno que cualquier cosa que después nos pasa suele ser para peor.
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