martes, 25 de septiembre de 2007

Me pregunto, a esta hora indecisa del día, recién llegado, bienvenido, el otoño, con sus ocres, sienas y olor a fuego de la hoguera furtiva, cómo será el sueño, con qué soñaremos durante este invierno que se anuncia nevado con los fríos que han llegado en seguida este año, ya en su trimestre final y sin embargo principio del curso escolar, con tantas caras nuevas asomadas a los diferentes cursos primeros de todas las enseñanzas. Es un vicio, el de mirar a lo lejos, en vez de concentrarme en lo que estoy haciendo hoy, ahora, en este preciso momento, que es el único que tengo para vivir la vida de hoy, sin anticiparse a mirar de qué color son las aguas del futuro que llega. La vida es así: agua viva que corre, transparente, clara, o muerta, que se remansa y convierte en agua oscura, espesa, opaca. La señora que vende los periódicos me anuncia alguna de las noticias que vienen en letra más gruesa, los titulares. Hoy casi lloraba porque han muerto tan inútilmente más soldados. Legiones enviadas a los extremos del mundo como si así fuera posible arreglar parte de lo que ocurre aquí, en el centro de lo que somos y tenemos mientras allá lejos ni tienen ni son y salta a la vista que faltan muchos años, tal vez algún siglo más, de este milenio que se inició tan pletórico de esperanza y manifestaciones de buena voluntad, para que se ensaye el nuevo y evidentemente indispensable estilo de vida que pueda corresponderse con el modo de vivir que a trancas y barrancas estamos eligiendo. Son –se nos dice- misiones de paz. Me resulta difícil entender cómo puede compaginarse el envío de guerreros con proponer la paz. Y menos cuando allí hay otros guerreros que lo que prefieren es echarnos por las bravas de su territorio.

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