Se han ido los turistas –oriundos y de los otros- y, casi en seguida, el verano, dejándonos unos espacio en la calle y proponiendo el otro las primeras bocanadas de frío súbito, que doblas una esquina y allí está, agazapado, slta y me sopla el cogote, camisa abajo, con una escalofrío, a primera hora de la mañana, cuando el perro y yo fuimos con la mayor parsimonia a comprar pan y recoger los periódicos. Con su cupo de noticias de las guerras, guerrillas, acometidas y demás duelos y quebrantos, que coinciden con las fiestas de la ciudad más próxima, nuestra capital, que cierra los festejos de verano y abre la osera de otoño e invierno, ese par de vagabundos del frío, que vienen cantando viento del norte y arrastrando sendas capas de nieve, imitación de armiño. Hala –parecen cantar-, todo el mundo al trabajo, a la chimenea, y nos refugiamos, dóciles y hasta puede que algo agradecidos por este descanso de tanto sol, tanta aglomeración, trasladada ahora a la ciudad. Impresiona acercarse a Madrid, cada vez más ancha la carretera, cada vez más canales la autopista y ciudad afuera, a eso de las ocho de la tarde, viene un río luz, rugiente, camino de eso que ahora llaman urbanizaciones, como apriscos de los diferentes rebaños humanos que van llegando, encerrándose, encendiendo las televisiones, evadiéndose del mundo, mientras centenares de cámaras vigilan su entorno con esa indiferencia aterradora de las máquinas.
Consuela imaginar la errática nube invisible de energía hecha amor que va flotando como una niebla indecisa y tocando aquí y allá a personas que de pronto se iluminan sorprendidas, como el dedo de ET, extienden la mano y topan con una razón para vivir y morir en medio de este disonante desconcierto de palabrería que a veces pasa como un huracán disparatándolo todo.
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