domingo, 30 de septiembre de 2007

Regreso a través de mi nuevo libro de historia al medievo y hago un esfuerzo para imaginar la época desde el punto de vista del soldado de los tercios viejos, del labrador agobiado por la renta frecuente, la hambruna posible, las exigencias vacías de sentido para él del señor y del rey, la enfermedad sin remedios, la suciedad, el barro, las distancias, el miedo a los mitos recientes y a la religión incomprensible, llena de probabilidades del fuego eterno como remate. Todo estaba lejos, para esta víctima a cuya tristeza de algún modo al imaginarla a través del recuerdo que deduzco de mi nuevo libro de historia, asisto y apenas comprendo, con una esperanza de vida de un tercio de lo que hoy se baraja. ¿Para qué más, si al llegar a la treintena, Alejandro y Aníbal ya habían hecho mucho antes historia?. Al fin y al cabo, la vida es una soplo, entre el recuerdo y la imaginación. Un frágil espacio donde poner el pie e imaginar la inmensidad de lo que no acabará nunca, fuego o gloria. Los recuerdos no tienen más combustible para volar que la efimeridad de los recuerdos. ¿Cómo podré imaginar lo eterno si cuanto conozco apenas duró un parpadeo del tiempo posible en esta esquina del universo? Asistimos a una exposición de pintura. Como cazo yo las palabras, un pintor caza los colores que hay en los sonidos que flotan en el aire. Consiste la sinestesia en que los sentidos equivoquen doblemente a la máquina de pensar y le proporcionen toda una escala cromática a partir de los sonidos, o viceversa. En este caso, el pintor, con trazos nerviosos, latigazos que araña en la luz, pinta súbitas manchas desgarradas de algún todo para fingir esbozos, proyectos o recuerdos de figuras que o estuvieron o van a estar a su lado cuando mira a su alrededor.

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