domingo, 2 de septiembre de 2007

El pueblo, la gente, nosotros, este gentío a que llaman los poderosos de este mundo “la gente de a pie”, la realidad de la muchedumbre de los vivos, no somos más que caudal de agua sobrevolada donde da el sol y nace cada día la flor del agua por quienes tienen el poder y la gloria de este mundo, la cuentan a su manera y se consideran los poderosos sabios. Por eso, cuando te recuentas la historia a la luz ad estos modestísimos estudiantes, ratones de biblioteca, que rebuscan los documentos olvidados, hurgan por entre las cenizas de los que se quemaron en hogueras de vergüenza, y descubres cómo y por qué se urdieron hechos abyectos, luego glorificados por los cronistas más brillantes por aduladores mayores, se te atraganta la indignación, a la vez que comprendes por qué los mínimos nos convertíamos en lazarillos de Tormes, Rinconetes, don Pablos, Gineses de Pasamonte y Cortadillos para las novelas –espejo al borde de un camino, no se olvide la feliz comparanza- más picarescas, corto reflejo de la mejor picaresca de la historia de la literatura.

Ea, ya he desahogado mis penas de hoy, domingo soleado del veranillo que sale a la calle a descansar de las atrocidades y las prisas del tumulto de veraneantes aspeados por el maltrato de tirios y troyanos, pescadores en el agua turbia de la aglomeración. Se pasea, hoy, el sol, con su traje de los domingos, porque el sol, que es tradicional y tradicionalista, se viste todavía de domingo, como nosotros, de niños, con el traje más nuevo, de ir a la misma mayor, concelebrada por el párroco y dos coadjutores, entre música e incienso, que subía la música enrollándose por las columnas de incienso y así se inventó un día el barroco para los retablos. Y como ha caído el viento, la mar está tranquila y lame una y otra vez la arena, que se pone más rubia, de puro conmovida, arrebatada, entregada a las caricias.

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