miércoles, 12 de septiembre de 2007

La dedicación reducida a afición literaria es como una hemorragia incontenible, que no te perdonan que sufras porque en teoría exige la compensación del diagnóstico, que, si no te ha sido hecho para convertirse en tu estigma personal, te convierte en paria de dos mundos: el de tu dedicación, que te permite ganar para vivir, aunque sea trancas y barrancas, y el de ser uno de esos que lo sacrifican todo a la probabilidad, más que posibilidad, de tener que estar a punto de perderlo todo para en su caso salvarse, probablemente de milagro, y sobrevivir cuando menos en el ribete de la fama a que no tienen acceso los que pretender estar y no estar a la vez en dos de los muchos mundos posibles, o sea, mantener una esencia de fronterizo, imposible, porque siempre llega en la vida un momento en que el ser ha de conformarse o no, estando, jugándosela a una carta, emprendiendo un camino sin retorno, por el que se llega al monólogo de Hamlet, con el único resultado posible, sin empates ni ambigüedades, de ser o quedarse en ectoplasma, como si te hubiese faltado o hubiera fallado tu conformación y te quedaras en definitiva sin nombre real, reducido a recuerdo de posibilidad. Una situación digamos de aborto, pese a haber nacido en su día, pero sin éxito para la penosa reconstrucción de tu personalidad en que, en parte la vida consiste: se llega a ser yo, pero no yo mismo, sino con el yo, si acaso, de otro o como fantasma de lo que se podría haber sido.

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