miércoles, 5 de septiembre de 2007

Envejecer es irse perdiendo de vista, de tal modo que confundes tu imagen con una vaga silueta lejana que resulta imposible de identificar. Podríamos ser uno de nosotros, pero no es seguro porque al envejecer la luz te enceguece, deslumbra y es casi peor que no ver, puesto que ves sin ver, y que eso ocurra por falta luz es malo, pero con incluso aparente exceso de luz puede que sea un castigo por haber mirado tanto lo que no deberíamos haber mirado ni siquiera de reojo, pero ¿quién es capaz de rehusar la belleza de lo prohibido, por feo que sea?. En alguna parte leí alguna vez que lo último que pidió Goethe en su agonía fue ¡luz1, ¡más luz1 Y sin embargo opino que no podremos soportar, de este lado del espejo, ni siquiera un moderado incremento de la luz habitual y que la luz está del otro lado, donde los escépticos dicen que ya no hay nada más, pero yo me empeño en creer que hay, por inimaginable que pueda resultar ahora mismo, durante esta mañana de miércoles, con este olor a fritanga de churros que exhala el mercadillo de al lado del río, donde las truchas me demuestran cada día que hay vida por debajo de la piel del río, por donde el agua finge la existencia de otro mundo en que el equivalente de los churros olerá, digo yo, de otra manera.

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