sábado, 22 de septiembre de 2007

Ocurren cosas tan tremendas como reflejaba el noticiario de hoy –que todavía llamábamos hace poco “el parte”, como involuntario recuerdo atávico de los “partes de guerra” de hace tantos años-, que habló de la granizada en Andalucía, “bolas –dijo una señora atónita- como pelotas de tenis", con cerca de veinte heridos y un montón de cristales rotos, y de que en otro pueblo de Granada, Almuñécar, aparte de un pobre señor a quien atrapó el agua en el sótano de su garaje, el río, recrecido, se llevaba los coches, mientras otro río inundaba Almería, donde como dice mi amigo Juan, sólo llueve, lo que se dice llover, cada unos veinte años.

Que si galgos, que si podencos, un científico asusta en el periódico de hoy diciendo que él estaría asustado del cambio climático, si viviera en España, y recuerdo que hace poco, varios otros no menos sesudos varones, aclaraban en los cursos de verano de ahí al lado que lo del cambio climático no son más que paparruchas.

Y para colmo, un importante político, desde el lado supuestamente socialista del abanico sociopolítico, ha reiventado la limosna paternalista, como alternativa de tratar de proporcionar trabajo a cuantos quieran trabajar, para así proporcionarles la oportunidad de ganarse dignamente la vida, a cambio de retribuciones lo más por encima posible de lo necesario y que así se sientan hombres libres. El socialismo, antes, era así, un anhelo de redistribución de la riqueza en sus dos ámbitos, material y cultural, para que cada vez mayor número de personas sean libres de decir, hacer y pensar sin más límites que el respeto, la consideración y la solidaridad con sus semejantes. La limosna, que sin duda ayuda, al mismo tiempo hiere en lo más sensible y deja cicatrices dolorosas en el alma -¿y los que no tienen alma, pregunta un contertulio? A esos, contesta otro, los lastima en el agujero que deja la falta de alma; no lo creo, repite el primero; mírales a los ojos, insiste el segundo-. Y yo me he quedado pensando, sentado junto al altavoz de que desbordaba a raudales la catarata del piano de Tete Montolío, que oía la música de jazz desde su oscuridad, y escucharlo ayuda a comprender que a veces no se sabe de dónde viene la luz, ni en qué consiste, por mucho que los científicos expliquen, con esa arrogante suficiencia a veces tan pintoresca.

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